Pienso en la niña que alguna vez fui, esa que contaba los días con emoción para que llegara la Navidad. Creía en Santa Claus, el Polo Norte, los renos y los elfos con una confianza natural, una fe que salía directamente del corazón. Era tan fácil: lo que mis padres me decían, yo lo aceptaba sin cuestionar.
No necesitaba pruebas ni razones. Creía en lo que no podía ver, en aquello que parecía mágico. Pero entonces, como sucede inevitablemente, mi conciencia comenzó a expandirse, y con ella llegaron las preguntas:
¿Por qué esa niña no recibió lo mismo que yo?
Si Santa puede hacer de todo, ¿por qué no les da a todos por igual?
Esa fe sencilla empezó a tambalearse. Lo que antes parecía un mundo mágico se transformó en una narrativa llena de incongruencias. Hasta que una noche, sorprendí a mis padres colocando los regalos bajo el árbol.
Recuerdo la satisfacción de confirmar que podía confiar en mi intuición. Pero también sentí algo más profundo: una ruptura. Mi capacidad de confiar desde el corazón y el cuerpo quedó distorsionada. A partir de ese momento, necesitaba pruebas, lógica, sentido. Dejé de creer en lo que no podía ver o explicar.
Por un tiempo, me identifiqué con mi padre, un hombre que se definía como ateo y encontraba sus certezas en la ciencia. Como él, llevé sobre mis hombros la idea de que todo dependía únicamente de mí. La vida era algo que debía enfrentar sola.
Sin embargo, con el tiempo descubrí algo poderoso: la verdadera magia no está en las historias que nos cuentan, sino en lo que esas historias despiertan en nosotros. Creer en Santa Claus es quizás nuestra primera lección de fe, ese primer paso hacia confiar en lo invisible. Y cuando esa fe se rompe, nos enfrentamos a un vacío. Para muchos, ese vacío nunca se llena porque no nos enseñaron cómo soltar una creencia para abrazar otra.
Pienso ahora en cómo hubiera sido diferente si, en lugar de "cachar" a mis padres, alguien me hubiera acompañado a soltar la idea de Santa como un paso hacia algo más grande. Si me hubieran ayudado a vaciarme de una creencia para llenarme de otra.
Porque, al final, Santa es una metáfora de algo mucho más profundo: la magia de confiar. Con el tiempo entendí que creer no es rendirse a la derrota, sino rendirse al amor. Es abrir el corazón a la posibilidad de que no estamos solos, de que hay una fuerza más grande que nos cuida y guía, aunque no podamos verla. Creer es aprender a soltar el control y dejarnos sostener por la vida.
Hoy veo la vida de otra manera. Ya no creo en Santa Claus, pero sí en algo mucho más grande. Esa fuerza que se manifiesta en sincronías, en momentos de calma en medio del caos, en señales que parecen decirnos: "No estás solo. Estoy aquí."
Esa fe, la que ahora me sostiene, me da fuerza, paz y propósito. Me ayuda a descansar en la vida, a dejar de cargarlo todo sola. Ahora miro atrás, sonrío, y le agradezco a esa niña por haberme mostrado el camino hacia esta confianza renovada.
Y tú, ¿qué versión de ti mismo aún puede creer? ¿Dónde está esa parte de ti que sabe que no tienes que hacerlo todo solo? Quizás, justo ahí, en esa confianza, reside la verdadera magia.
Adriana Soberon P. ©️ Copyright. Todos los Derechos Reservados.
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